El HOMBRE DE POLIESTER (EL AYUNTAMIENTO
Aun en la oscuridad de la noche, no importando
cuanta lluvia haya caído, esa sombra recolectora de silencio, se embriaga del
vaho que una vez depositaron los duendes en esta madriguera de sueños. Un
caminar ausente lo delata, una mirada vacía lo acorrala. Esté pequeño Barrio
comprendido de tres calles y un sinnúmero de callejones es su morada, y si el
olor a café despierta aquellos que han masticados sus pesadillas, es que los
paleteros van rumbo a su jornal, van a recorrer el mundo entre las noticias de
los diarios, y quizás a plagiar el melodrama de una flor.
Eran tiempos de escasez, tiempo donde lo
que trazaban las pautas estaban desprestigiados, era a mediado de la década del
80, tiempo donde los seudo-héroes desenterraban los fantasmas del pasado, esos
fantasmas que absorbieron toda la luz de los sueños nuevos, que intentaron
desterrar las raíces de una voz que rugía en el vasto universo de la libertad.
Y quién diría que bajo este manto de contradicciones vivía el hombre de
poliéster.
Un hombre amarrado al olvido, lleno de
recuerdos plastificados en la vorágines del desarrollo, ese era nuestro amado
ayuntamiento, un hombre que todos los días recorría las estrechas calles del
barrio, para recoger la basura de todas las casas, no importa cuán pequeña
fuera la paga. Meses pasaban y los camiones recolectores de basura no llegaban
a esta comunidad, pero ahí estaba él, sumiso ante el regocijo de hacer correr
la carreta repleta de basura y vociferar a los cuatro vientos llego el
ayuntamiento…
Todavía quedan residuos de abril, allá al
fondo, en el farallón los primeros combatientes hablan de una Nicaragua libre,
se rebozan por momentos los labios de poesía, dos cuadras más abajo una sombra
se limpia las alas con alcohol, se baña el alma con lluvia de estrellas,
arranca de nuestros sueños lo más inhóspitos recuerdos.
Algunos vendedores han llegado temprano al
barrio, las señoras del sagrado corazón de Jesús van rumbo a la iglesia, como
siempre todas las mañanas doña Aguedita, esa señora grande de tamaño y corazón,
barre las aceras sin importar si algún perro ha defecado toda esta calle, a
sabiendas que más tarde corretearía a los niños que juegan pelota y le
brindaría unas de sus bellas sonrisas. Al parecer la ciudad nos deja anclados
en la agonía de existir, nos dejas anhelando por borbotones un barrio nuevo,
pero con sus gentes y su ayuntamiento, tal vez con este fantasma que anida en
la noche, llamado el hombre de poliéster.
Al parecer la noche fue larga, aun la
sombra que empuja la carreta no se asoma; no se oye la sutil voz de quien nos
despiertas, el vertedero agoniza en espera de la abonanza, las hermanas de la
iglesia hoy están vestidas de negro, más en su humilde morada el hombre de
poliéster aun duerme, quizás está visitando algunos ángeles que aún no
encuentran el camino al cielo, que al parecer quedaron varados entre la
embriaguez de la noche y el asfixiante calor de un asfalto llorón.
Han pasado los días y abril emerge como
difunto en cólera, desangrado, ultrajado, queriendo vomitar todos los héroes
que le robaron la historia al viento, que hicieron de los libros un habitad de
carcomas.
Es domingo, esté olor a chocolate al caer
el anochecer, nos llena de nostalgia, más los mozos que deambulan en la noche
se detienen en la fritura de doña Águeda para entretener las tripas, ante la
llegada de esté monstruo hecho del reciclaje del alcohol y placer, más allá de
los recuerdos, el hombres de poliéster se defeca en los libros de unos
intelectuales moribundos y olvidados. Corren los días y las rosas encapuchadas
de rocíos nos recuerdas que es primavera, que entre risas y basuras, hay un
hombre que le ofrenda al sol, unas gotas de sal.
A veces cuando voy a mi caminata cotidiana,
en el trayecto, veo los niños crecer, a las señoras del sagrado corazón de
Jesús sumergidas en sus plegarias, algunos compañeros de infancia vegetando
entre el ruido de algunas bocinas y el ron. Y siento a mi lado alguien que me
susurra al oído, llego el ayuntamiento, esté que en las noches vestía de
poliéster, y al llegar la alborada nos limpiaba la piel con su silencio, un
silencio que no murió en el basurero improvisado del barrio.