En el día internacional de la mujer el blog literario espejos y sombras, hace honor a quien honor merece, Elonia Hernandez Perez poeta mexicana ya fallecida, pero nos deja un legado de lucha y perseverancia, nos deja toda una cosecha de palabras desde la humildad de su ser, ,pues a la mujeres del mundo, aquí tienen una breve reseña de esa mujer que nunca desmayo ante la adversidad y nos dejo una lumbrera por conocer. Eloina Hernandez Perez, Mexicana, latinoamericana, poeta que el tiempo anida, desde este abitad temporal pronunciamos infinitas veces tu nombre.
Nació en Naolinco, Veracruz el 23 de Abril en uno de esos tórridos años veinte. Su vida ha sido un acercarse a las cosas, un aprender de la gente y el mundo, un nutrirse de las experiencias de sus semejantes y una alternativa para no ser tragada por la inmensidad de las transformaciones.
Lee y escribe desde pequeña, debido acaso, a que creció, prácticamente en una papelería; después tras incursionar en ocupaciones como corte y confección, taqui-mecanografía, decidió dedicarse de lleno a algo que le llamaba desde siempre: la literatura.
Ahora, tras más de tres años de asistir a talleres literarios de Xalapa, y luego de haber ganado un concurso en la revista El Cuento, con una mini-ficción, logra reunir, en un libro, sus poemas que son resultado de una búsqueda, de un hablar el mundo. O, más exactamente: de un mirar el mundo
POESÍAS
EN MI BARCA
Me voy…
¡porque así me da la gana!
Quiero volar como el viento, vivir sin contar el tiempo.
¡Porque así me da la gana!
Balanceándome en mi barca, Iré donde me lleve el agua. No tengo timón ni brújula; mi barca va a la deriva, sin capitán y sin carga.
Cabalgando en las olas, he de atrapar luceros que brillan en lontananza, y en mi barca sin remeros,
Flotaré….
¡Sin echar anclas!
YA NO TE QUIERO IGUAL.
Ya se quebró el encanto de aquellas dulces horas; la emoción en la piel, las manos temblorosas.
Ya el jazmín no perfuma el suave atardecer, ni la lluvia es aquella que nos mojara ayer.
La caja de Pandora se ha quedado vacía, y el mágico esplendor que envolvía mis ensueños. Como una golondrina emigró por el cielo.
Ya no se agita el aire cuando te veo pasar. Y el lago de mi alma no refleja tu faz.
El ansia de tenerte, el afán de mirarte, sin que me diera cuenta, dejaron de girar.
Se ha quebrado el encanto; ya no te quiero igual.
TREINTA MINUTOS
Camina corazón,
no tengas miedos
y vamos a un lugar
semiescondido.
Yo te voy a enseñar
a amar de nuevo,
con este loco amor
que yo te ofrezco.
Dame treinta minutos
de tu vida,
para explorar ansiosa
tu piel adormecida.
treinta minutos dame
para amarte,
con la loca dulzura
de mis besos.
Camina corazón,
no tengas miedo.
MICRO-RELATO
EL RETRATO DEL CORONEL
La vieja casona de la calle N va a ser demolida. En los ruinosos muros resaltan tres ventanas de fierro muy gargoleadas, medio pintadas de color crema. El portón del enorme zaguán está ya muy deteriorado, lleno de mugre, y con un gran agujero por donde cabe hasta un cuerpo humano.
Adentro todo es desolación. Los pisos recubiertos con ladrillos de barro cocido, lucen ahora resquebrajados, y sucios, sin que nadie los haya salpicado siquiera con agua bendita para alejar a los malos espíritus. Los altísimos muros agrietados, están invadidos por la humedad. Lo poco que aún queda del techo, es una que otra viga apolillada que lucha por sostener las pocas tejas rojinegras. Esto es lo único que protege de los elementos, el interior de la antiquísima casona.
A principios de siglo habitó ahí un Coronel garboso y varonil, de cejas pobladas y un enorme bigote de puntas retorcidas como colas de cerdo. Lo acompañaba su esposa Doña Tulitas, una elegante y devota dama caritativa.
Acostumbra entrar y salir por el portón agujereado, una pordiosera de nombre Remedios. Ahí vive y duerme. ¡Total! Con sus andrajos, cualquier lugar es bueno.
Ya no queda nada de valor adentro, pero quien sabe por qué, a nadie se le ha ocurrido descolgar las viejas fotografías del Coronel, y de Tulitas, que en el muro de una de las habitaciones todavía permanecen impasibles, uno cerca del otro. Están enmarcadas las fotos amarillentas por el tiempo, con unos óvalos de madera labrada y ya carcomida, de color dorado casi negro por el polvo acumulado en las hendiduras. Los protege un cristal cóncavo y ya opaco.
El retrato del Coronel ejerce sobre Remedios, la habitante de ese palacio venido a menos, una influencia fatal. Casi teme mirarlo, porque sus ojos son duros y penetrantes.
¿Estará disgustado con ella? ¿Quizá quiere decirle algo?
Cuando Remedios está de humor platica con ellos, pero ya olvidaron su educación; se hacen los desentendidos y siempre acaba hablando sola.
Alguna que otra noche despierta sobresaltada porque oye voces. No comprende todo lo que dicen, pues sus labios se mueven muy deprisa. Pero una palabra golpea sus oídos, se mete por su cerebro y le provoca un fuerte dolor de cabeza. El Coronel grita como loco: ¡Descuélguenme! ¡Descuélguenme! Entiérrame en el centro de la vieja fuente.
La andrajosa ya no puede más, y por lo que se ve, le va a dar su merecido al maldito viejo. Tambaleante arrastra una vieja escalera que pesa horrores; la va levantando palmo a palmo. Una vez en su sitio, asciende un peldaño… otro y otro, mientras suda copiosamente. Hasta las manos siente pegajosas.
Por fin están frente a frente el Coronel y la atarantada de Remedios. Aunque sus brazos inexplicablemente los siente torpes, logra alzarlos hasta tocar la fotografía. Trata de arrancarlo, forcejea, pero éste no cede. Rehúye la mirada que la hipnotiza; tira más fuerte, y un grito desgarra su garganta. ¡Oh Dios! Por sus brazos caminan, raspándole la piel, un montón de asquerosos alacranes. Aúlla, se sacude y no encuentra cómo bajarse sin soltar la foto. Llora histérica queriendo botar esos repugnantes bichos. Pero ¿cuáles? Si sus manos y brazos solamente están impregnados de polilla.
El retrato yace en el piso, recostado en la pared, mientras mira a Remedios con ironía. Esta hace un esfuerzo sobrehumano, lo levanta y camina lenta, muy lentamente en dirección de la fuente. Empieza a excavar; la tierra inexplicablemente está floja, como de hormiguero. Toma puñados y puñados ahondando rápido como enajenada. Un reflejo dorado la hiere. Mete nuevamente las manos y las saca rebosantes de monedas de oro. Se olvida del Coronel, y corre hacia la calle gritando alegre:
¡Monedas! ¡Encontré monedas!
La gente extrañada, mira pasar a la pobre mujer andrajosa, que exhibe en sus manos mugrosas, varios trozos de revolcados tepalcates.
LA MUJER QUE NO QUERÍA DORMIR
Melina no se dio cuenta cuando se empezó a apoderar de ella el miedo a dormir; pero recuerda que meses atrás, en Cancún, donde había llegado con varias amigas, y ya exhaustas de tanto caminar, en una banca del parque se instalaron en espera del autobús que las conduciría al hotel. Ahí se acercó una gitana tratando de leerles las líneas de la mano, y la única que aceptó prestarse a ese inteligente juego, fue Melina. La mujer le dijo, entre otras tonterías, que Melina tendría un encuentro con su propia muerte, estando dormida. La cama que otrora la sentía blandamente cómoda, al paso de las noches, se fue convirtiendo en un suplicio. En cuanto se recuesta, todo le molesta o siente muy bajos o demasiados altos los cojines; las sábanas, por el continuo cambio de posición, se van resbalando hasta llegar al piso. Siente diminutos piquetes en la piel, que no son bichos, sino alteraciones nerviosas. Los ojos de Melina, a causa de la vigilia parecen ascuas. El sueño quiere meterse en Melina, por todos lados; invade su recámara como un monstruo maligno; pero ella no quiere dormir; bueno, si quisiera que Morfeo la poseyera, pero le da miedo hacerlo, por el temor de ya no despertar. Por ello se defiende con todos los recursos a su alcance: se pone a resolver crucigramas, y los abandona cuando dolorosas punzadas le laten en el cráneo, busca alternativas: camina descalza diez o quince minutos, moviendo la cabeza y brazos. Se asoma por el ventanal en el momento que un gato cochino rasca en el jardín y deposita sus pestilentes heces fecales. Regresa a la cama, recargándose en el rimero de cojines, y armada con el control remoto, dispara señales hacia la televisión, canal tras canal, hasta que el ardor en los ojos le avisa que deje de hacerlo. Se chupa una pastilla de miel, porque aparte de todo, le arde la garganta. ¿Qué más hacer? Piensa en leer, toma el libro de Milán Kundera, La insoportable levedad del ser, que le queda como anillo al dedo, y empieza el drama, ya que su vista cansada le falla; prosigue en su necedad, hasta que diminutos alfilerazos le pinchan el ojo izquierdo. Pasa de medianoche, son casi las dos de la mañana. Los ojos irritados, van cerrando sus persianas, y quieras que no, se duerme con la boca abierta como entrada de túnel. Un momentáneo descanso, pues las manos que acostumbraba dejar fuera de la sábana se contraen por algo desconocido que las roza. Tiene reseca la garganta hasta el estómago; al tratar de humedecer la boca con un sorbo de agua, se asusta, la lengua está gruesa. ¡Santo cielo! Se le dificulta tragar. Con la lengua de fuera, como un cuadro grotesco, permanece. ¿Qué hacer? Quizá nada. Seguir con la boca abierta, babeante, y esperar. Se rompe la cabeza queriendo encontrar el origen de su mal. No puede haberse lastimado con la dentadura, porque esta descansa en el vaso de agua con menta, donde Melina la introduce noche a noche. ¿Le picaría algún bicho?, es lo más probable. Sacude la ropa de cama, alumbra debajo de la misma por si ahí se esconde el enemigo, pero no hay nada. Todo está limpio y sin huellas. La hinchazón va cediendo poco a poco, y la tranquilidad la envuelve. Ya está amaneciendo y se acaba el show, que de forma parecida se repetirá en cuanto vuelva a caer la noche con sus sombras y su misterio. No hay descanso para Melina. Sabe que el sueño tarde o temprano le vencerá aunque sea por poco tiempo, pero invariablemente, como si una mano de ultratumba le tocara, despertará en cuanto las manecillas del reloj, igual que una manzana partida en cuatro partes, marquen las tres de la mañana. Hoy han sido diferentes las horas nocturnas. Melina se sobresalta al sentir algo que avanza sobre su piel. Una cosa áspera que raspa y humedece. Al prender la luz, una cucaracha gorda la camina, moviendo sus patas como en un baile macabro. Melina sacude impulsivamente los brazos; la infame vuela hacia el buró, asciende por el pie de la pequeña lámpara dorada, y con lentitud asombrosa, milímetro a milímetro, retándola, gira ... se de tiene ... gira columpiándose. Entonces melina se levanta por el lado contrario de la cama, sin prisas, haciéndole creer que no la ha visto, y le transmite con el pensamiento; mira, yo me voy de aquí, haz lo que quieras bicho endemoniado. Todo ha sido una estrategia, pues lo que Melina hace, es tomar el insecticida y le dispara una rociada que la abate, haciéndola caer de golpe sobre el buró, volteándose panza arriba en agonía inmediata. Melina no tiene ni gota de saliva en la boca, toma la consabida botella de agua, y al acercársela a los labios, no los siente. Están gruesos, anestesiados; se acerca al espejo, y no se reconoce; está inflamada de los labios, abarcando parte de las mejillas, y por completo el ojo izquierdo. Melina ignora si las cucarachas tienen dientes, o si esta especie los tiene, si no ¿con qué la mordió? De todos modos está agradecida con el bicho por no haberla dejado dormir. La temperatura ambiente es muy baja; por la ventila se filtra el fantasma del frío. Adrede hace a un lado la afelpada cobija. Empieza a tiritar. Piensa que sí obligará al sueño a buscar algún lugar más cómodo, o a quién clavarle sus garras. Aún preocupada por la inflamación, llega el amanecer con su carga de luz y sonidos. El temor a morir mientras duerme, pasó de largo otra noche más. Cuando Melina era joven y tenía que resolver cualquier asunto, pensaba: lo haré en el año 2000. Qué lejos estaba de imaginar que esa fecha se acercaba lenta y cautelosa, como los movimientos de las patas rasposas de la cucaracha. A Melina le regalaron una calculadora con un contador de tiempo que marca segundo a segundo lo que falta para finalizar el segundo milenio. No sabe ella, ni nadie, qué acontecimientos traerá, y si la vida le alcanzará para ver la luz del tercero. Mientras tanto, seguirá luchando contra el sueño; que es como el aire; nadie lo ha visto, y nadie lo verá jamás; pero Melina y él se han empeñado en una guerra que quizá para otros no tiene razón de ser. Melina no duerme por no emprender el camino hacia lo desconocido, y el sueño, su sueño invisible como el aire, la acechará de noche y de día, sin entender que Melina es la única mujer en el mundo, que no quiere dormir.
LOS VISITANTES
Una mañana vinieron. Era diciembre. Persistente, caía una helada y tupida llovizna. La neblina envolvía con su gruesa capa los árboles, las casas... todo era fantasmal. Un extraño frío se metía entre mis ropas, como un mendigo en busca de calor.
Ignoro cómo lograron entrar hasta mi habitación; no me sorprendió mucho su presencia, pero sí su estado deplorable. Al contemplarlos, creí vislumbrar en sus miradas un destello familiar.
En el aire flotó algo misterioso, que me erizó la piel.
Nadie habló una palabra, pero adiviné de inmediato qué los trajo. Entonces apagué el televisor, recogí mis libros y me abrigué con el suéter raído del diario; me encaminé a la reja, siguiéndolos. Salimos juntos en silencio y nos alejamos de la casa lentamente.
¿Hacia dónde? No lo supe en ese instante, porque nunca se sabe hacia dónde se dirigen los muertos.